Por: Martha Meier M.Q.
27 Jul 2025
Fuente: Diario Expreso, Lima Perú.
La palabra impresa tiene peso, el de su soporte de papel; huele a la tinta que la inmortalizó; no se le puede mover con un dedo. Nada la interrumpe ni la cubre. En el mundo caótico y ruidoso actual, el acto más revolucionario es enseñarle a un niño a guardar silencio mientras lee un libro, lejos de las pantallas que le alteran la química cerebral con la liberación de dopamina generada por el ruido, los colores estridentes y los likes.
La neurociencia explica que la lectura activa zonas del cerebro que el consumo digital fragmentado apenas roza: el lóbulo frontal, que gobierna la atención y la planificación; el córtex temporal, donde habita el lenguaje; el hipocampo, cultivador de la memoria; y la red por defecto, ese misterioso circuito donde brotan la imaginación, la autorreflexión y la empatía.
El neurocientífico Michel Desmurget, autor de La fábrica de cretinos digitales, advierte que el uso masivo de pantallas desde edades tempranas deteriora el lenguaje, debilita la concentración, afecta la memoria, compromete el rendimiento escolar y empobrece la vida emocional de los niños. A diferencia del libro, que exige atención sostenida, silencio interior y capacidad simbólica, las pantallas imponen una velocidad que fragmenta la mente e impide la construcción profunda del pensamiento. La lectura sobre papel no es una nostalgia: es una necesidad neurológica.
Hay quienes quieren que los cerebros sean moldeados con imágenes veloces, pantallas brillantes y estímulos fugaces, y que desaparezca la lectura, un acto profundamente civilizatorio. Leer es descifrar signos en una intimidad casi sagrada, con un libro entre las manos, con el cuerpo entero atento, sintiendo el rumor del autor y su ritmo y respiración en cada coma, en cada punto, en cada vuelta de página.
El neurocientífico Stanislas Dehaene ha dicho que “el cerebro lector se construye letra a letra, silencio a silencio”. Y Maryanne Wolf lo advierte con sobriedad: “La lectura digital está moldeando cerebros más veloces, pero menos profundos”.
Como sociedad, tenemos una misión urgente: devolver a las niñas y niños la experiencia del libro como un portal hacia su interior. Al niño que no se le enseña a leer en papel se le roba el contacto con la profundidad de su propia alma y con las múltiples capacidades adormecidas de su cerebro. Pierde la capacidad de concentrarse, de imaginar, de entrar y habitar una historia. La falta de concentración no es un detalle menor, pues genera una vida mental dispersa, ansiosa, inestable, incapaz de construir significados duraderos.
Un niño incapaz de escuchar su propia voz interior se vuelve fácilmente esclavo de la voz más fuerte o cruel que le rodea. Es presa de la confusión.
El libro no solo es su contenido; el simple hecho de pasar sus páginas entrena la motricidad fina, la relación ojo-mano, la memoria espacial y da sentido de continuidad.
El neurocientífico Stanislas Dehaene dice que “el cerebro lector se construye letra a letra, silencio a silencio”. Y Maryanne Wolf lo advierte: “La lectura digital está moldeando cerebros más veloces, pero menos profundos”.